Puede que esté cometiendo un sacrilegio por tratar de escribir una crítica sobre un "incunable", de manera que pido disculpas por anticipado a aquellos que lo hayáis leído y no estáis de acuerdo con mi opinión.
La narración del primer viaje del explorador Británico del siglo XIX, William Edward Parry, en busca del pasaje del Noroeste no es la novela de aventuras, ni la historia cautivadora contada por un ardiente aventurero que inicialmente uno podría esperar, al menos no lo ha sido así para mí.
El libro, aparentemente, parece no hacer justicia con palabras ni revivir el increíble éxito que aquella expedición tuvo entre los años 1819 y 1820 cuando casi cruzaron de este a oeste el pasaje tan ansiadamente buscado. En algunas ocasiones, uno tiene que lidiar con párrafos aburridos llenos de detalles sobre cómo se tomaron datos de temperatura, o acerca de cómo laboriosamente lograron liberarse de las garras del hielo que tenazmente no cejaba de intentar capturarlos. Parry se enfrasca durante páginas enteras en descripciones demasiado detalladas sobre cuán benigno o maligno era el clima, y de forma pródiga, suministra datos acerca de la profundidad de los canales por los que navegaban, proporciona ingentes coordenadas de latitud y longitud que posteriormente se acumulan en un infumable anexo y continúa con un largo "etcétera" de detalles científicos, seguramente muy importantes, que salpimentan por aquí y por allá las páginas amarillas de los dos volúmenes que componen su obra.
El descomunal volumen de datos proporcionados componen una radiografía precisa del entorno por el que pasaron y de las condiciones a las que se enfrentaron, que demuestran que en aquellas misiones de exploración geográfica, se desarrollaba también una importante carga de trabajo científico sin precedentes en expediciones de este tipo, reflejo inequívoco de la creciente curiosidad que sufría la insaciable y revolucionada sociedad de la época.
Los Anexos repletos de información donde se almacenan las observaciones lunares, magnéticas, mareas, etc. realizadas son datos importantes que hoy en día se analizan para modelizar y entender mejor los cambios climáticos que estamos padeciendo, pero cuyo nivel de detalle puede de alguna manera resultar a veces de escaso interés para el lector promedio.
El libro, aparentemente, parece no hacer justicia con palabras ni revivir el increíble éxito que aquella expedición tuvo entre los años 1819 y 1820 cuando casi cruzaron de este a oeste el pasaje tan ansiadamente buscado. En algunas ocasiones, uno tiene que lidiar con párrafos aburridos llenos de detalles sobre cómo se tomaron datos de temperatura, o acerca de cómo laboriosamente lograron liberarse de las garras del hielo que tenazmente no cejaba de intentar capturarlos. Parry se enfrasca durante páginas enteras en descripciones demasiado detalladas sobre cuán benigno o maligno era el clima, y de forma pródiga, suministra datos acerca de la profundidad de los canales por los que navegaban, proporciona ingentes coordenadas de latitud y longitud que posteriormente se acumulan en un infumable anexo y continúa con un largo "etcétera" de detalles científicos, seguramente muy importantes, que salpimentan por aquí y por allá las páginas amarillas de los dos volúmenes que componen su obra.
El descomunal volumen de datos proporcionados componen una radiografía precisa del entorno por el que pasaron y de las condiciones a las que se enfrentaron, que demuestran que en aquellas misiones de exploración geográfica, se desarrollaba también una importante carga de trabajo científico sin precedentes en expediciones de este tipo, reflejo inequívoco de la creciente curiosidad que sufría la insaciable y revolucionada sociedad de la época.
Los Anexos repletos de información donde se almacenan las observaciones lunares, magnéticas, mareas, etc. realizadas son datos importantes que hoy en día se analizan para modelizar y entender mejor los cambios climáticos que estamos padeciendo, pero cuyo nivel de detalle puede de alguna manera resultar a veces de escaso interés para el lector promedio.
Las tripulaciones del HMS Hecla y Griper abriendose camino en Winter Harbour. |
A los capitanes no se les podía exigir ser escritores eruditos e ingeniosos. Eran marineros, hombres de acción que la mayoría de las veces tenían poco o nada de interés en las artes de la escritura, por lo que, todos los que se enfrentaron al reto de tener que contar sus aventuras y desventuras deben ser considerados como ganadores de aquellos retos intelectuales independientemente del resultado. Sin embargo, y espero que esto me redima de lo que acabo de decir anteriormente, al final, el "Diario de un viaje para el descubrimiento de un paso del noroeste desde el Atlántico al Pacífico realizado en los años 1819-20" representa el primer libro que cuenta la historia de un viaje de dos años de duración, invierno incluido, transcurrido en la nueva era de exploración que había iniciado el segundo secretario del Almirantazgo Británico, John Barrow. Y, aunque a veces carece, siempre desde mi humilde punto de vista, del pegamento necesario que debe estar presente en una narración sobre temas polares para mantener al lector adherido a sus páginas, hay muchos capítulos presentes en la obra que, independientemente de la calidad del estilo con el que fue escrito, sin duda esculpen con sus palabras una parte importante de la historia polar.
A veces, Parry aborda el siempre interesante tema de cómo se comportaron los hombres, casi todos sin experiencia polar, en aquellas duras condiciones. En el libro hay descripciones satisfactorias y vívidas acerca de cómo transcurría la vida bajo cubierta durante el largo invierno frío y oscuro que tuvieron que pasar en Winter Harbour, al sur de la isla de Melville. Para mí, ésta es de lejos la parte más interesante del libro junto con su encuentro con los nativos con los que se topó en la costa este de la isla Baffin.
He intentado rescatar y traducir algunos de los pasajes más interesantes que he enconrado. Vuestros corazones se encogerán seguramente cuando leáis cómo Parry describe el momento en que el sol se despidió de ellos antes para ausentarse durante un par de meses. Un punto de inflexión en toda expedición polar que supusiera tener que permanecer un invierno en tan altas latitudes:
He intentado rescatar y traducir algunos de los pasajes más interesantes que he enconrado. Vuestros corazones se encogerán seguramente cuando leáis cómo Parry describe el momento en que el sol se despidió de ellos antes para ausentarse durante un par de meses. Un punto de inflexión en toda expedición polar que supusiera tener que permanecer un invierno en tan altas latitudes:
"El 4 de noviembre, es el último día que el sol sería visible sobre el horizonte hasta el 8 de febrero, un intervalo de noventa y seis días. Es materia de considerable pesar que el tiempo no sea lo suficientemente bueno para permitirnos hacer observaciones de la desaparición de esta luminaria...
Pero, aunque no nos fue permitido darle una última despedida a esta alegre esfera que desaparecerá de este gran mundo, durante al menos dentro de tres meses, de ambos, ojos y almas. Sentimos por tanto que este día constituye un importante y memorable hito en nuestro viaje."
El mar en esas latitudes se congela y abraza las naves sin piedad sin que nada ni nadie pueda detenerlo. Incluso hoy en día, ese cepo helado sigue hundiendo y dañando a los barcos que se aventuran en su reino implacablemente. Pareciera como si el mar Ártico, cual ente animado, amante pero a la par salvaje, abrazara a sus visitantes con una intensidad y un amor tan descontrolado que hiciera colapsar sin querer a las desventuradas naves después de someterlas a su paradójica mortal demostración de amor.
Situación del HMS Hecla y HMS Griper |
Uno puede fácilmente imaginar la agitación vivida durante aquellos días. La tripulación se sentía regocijada con anticipación ante la idea de ver a sus oficiales disfrazados de mujer o de cualquier otra cosa, cantando y bailando y a veces haciendo el ridículo para goce de sus aburridos ojos. Cualquier interrupción de la monotonía experimentada durante aquellos largos, oscuros y fríos días de invierno era bienvenida, pero de todas las programadas, quizás las obras de teatro eran las más esperadas. Era evidente que a los oficiales no solo les preocupaba el estado físico de sus hombres, sino también su mental. La prudencia y compostura tan propia de sus cargos, se sacrificaba durante aquellas horas en beneficio del mantenimiento de la cordura de la tripulación.
La condensación, un mal difícil de erradicar, humedecía los colchones, mantas y literas de los tripulantes, haciendo miserable la vida a bordo para muchos, sobre todo para aquellos que tuvieron la desgracia de tener que dormir cerca del lado interior del casco, donde el frío era mas acusado. Las temperaturas exteriores extremadamente bajas, combinadas con una ventilación deficiente, provocaron que se produjera una autentica lluvia bajo cubierta. Parry describe cómo mediante prueba y error, lidiaron con aquel enemigo inoportuno, una lección que seguramente hizo más fácil la vida de aquellos que lo siguieron a aquellas latitudes en el Ártico. Parry no se avergonzó al demostrar al mundo en su narración que él y sus hombres eran unos completos aprendices tratando de sobrevivir en un nuevo entorno:
"Mi intención era hacer que las camas de las compañías de los barcos se llevara a cubierta al menos una vez a la semana durante el invierno, con el fin de ventilarlas; pero aquí también se produjo una dificultad que, sin experiencia previa, tal vez no podría haberse anticipado fácilmente.
Cada vez que se llevaba una manta a cubierta, y permanecía allí por un corto tiempo, adquiría la temperatura de la atmósfera. Como esta resultó ser de bastantes grados bajo cero Fahrenheit, la consecuencia inmediata, al volver a colocar la manta en las partes de la nave habitadas, fue que el vapor se depositaba y se condensaba sobre ella, humedeciéndola tanto casi instantáneamente como para no ser aptas para dormir y, por lo tanto, exigiendo después de todo, tener que secarlas con calor artificial antes de que se pudiesen devolver a las camas. Tuvimos, por tanto, la necesidad de tener que recurrir a colgar las camas sobre cuerdas en las cubiertas como el único modo de airearlas; y lo que probablemente resultaría aún más perjudicial, nos vimos obligados a recurrir a la misma medida poco saludable para secar la ropa lavada."
Cada vez que se llevaba una manta a cubierta, y permanecía allí por un corto tiempo, adquiría la temperatura de la atmósfera. Como esta resultó ser de bastantes grados bajo cero Fahrenheit, la consecuencia inmediata, al volver a colocar la manta en las partes de la nave habitadas, fue que el vapor se depositaba y se condensaba sobre ella, humedeciéndola tanto casi instantáneamente como para no ser aptas para dormir y, por lo tanto, exigiendo después de todo, tener que secarlas con calor artificial antes de que se pudiesen devolver a las camas. Tuvimos, por tanto, la necesidad de tener que recurrir a colgar las camas sobre cuerdas en las cubiertas como el único modo de airearlas; y lo que probablemente resultaría aún más perjudicial, nos vimos obligados a recurrir a la misma medida poco saludable para secar la ropa lavada."
Precisamente ha sido leyendo esta parte del libro cuando he sido algo más consciente de cuales eran las temperaturas que se podían esperar a bordo de un barco de este estilo durante el invierno. De acuerdo con Parry, cuando las temperaturas en el exterior alcanzaban los -45 ºC, el rango de temperaturas en el interior oscilaba entre los 1 y 5 ºC sobre cero, siempre y cuando estuviera funcionando el sistema de calefacción, claro. Casi puedes sentir el frío extremo en tu piel cuando lees cómo era la vida cotidiana dentro de esas frágiles carcasas de madera que les protegían de las duras condiciones exteriores. Una temperatura que no superara los 5 ºC comparado con el infierno Dantesco del exterior puede parecer un lujo para un profano pero, probad a "vivir" durante un par de meses seguidos a ese temperatura en un espacio tan reducido como lo es la bodega de un barco.
Durante la larga noche ártica en Winter Harbor hubo tiempo para muchas cosas, entre otras, Parry tuvo la oportunidad de refutar algunas leyendas urbanas que sobre el efecto del frío existían:
"La primera de estas es la espantosa sensación que dice producirse en los pulmones, causando que estos se sientan como si se rompieran en pedazos cuando el aire se inhala a muy baja temperatura.
No hemos sentido nunca esa sensación, aunque pasando de las cabinas al aire abierto, y viceversa, durante varios meses sufrimos cambios de temperatura de entre 80 y 100 º y a veces hasta 120 ºC de temperatura en menos de un minuto. Y lo que es todavía más extraordinario, durante este periodo en particular no ha habido ni una simple queja por inflamación, mas allá de un simple resfriado que ha sido curado con el habitual tratamiento de un día o dos.
El segundo, es el vapor con el que una habitación ocupada se carga, condensándose en forma de nevada inmediatamente al abrir una puerta o una ventana en contacto con la atmósfera exterior.
Esto va mas allá de cualquier cosa que hayamos podido observar. Lo que nos ocurrió fue simplemente esto, al abrir las puertas de arriba y abajo de las escaleras que daban acceso a la cubierta, el vapor se condensaba inmediatamente por la repentina admisión de aire frío en una forma visible, exactamente como si se tratase de una nube espesa de humo, que se situaba sobre las superficies de las puertas y mamparas y se congelaba inmediatamente, de manera que sobre las últimas se formaba una espesa capa de hielo, la cual era necesario rascar frecuentemente, pero nunca, por lo que a mi respecta, presencié la conversión del vapor en nieve durante su caída."
Durante la larga noche ártica en Winter Harbor hubo tiempo para muchas cosas, entre otras, Parry tuvo la oportunidad de refutar algunas leyendas urbanas que sobre el efecto del frío existían:
"La primera de estas es la espantosa sensación que dice producirse en los pulmones, causando que estos se sientan como si se rompieran en pedazos cuando el aire se inhala a muy baja temperatura.
No hemos sentido nunca esa sensación, aunque pasando de las cabinas al aire abierto, y viceversa, durante varios meses sufrimos cambios de temperatura de entre 80 y 100 º y a veces hasta 120 ºC de temperatura en menos de un minuto. Y lo que es todavía más extraordinario, durante este periodo en particular no ha habido ni una simple queja por inflamación, mas allá de un simple resfriado que ha sido curado con el habitual tratamiento de un día o dos.
El segundo, es el vapor con el que una habitación ocupada se carga, condensándose en forma de nevada inmediatamente al abrir una puerta o una ventana en contacto con la atmósfera exterior.
Esto va mas allá de cualquier cosa que hayamos podido observar. Lo que nos ocurrió fue simplemente esto, al abrir las puertas de arriba y abajo de las escaleras que daban acceso a la cubierta, el vapor se condensaba inmediatamente por la repentina admisión de aire frío en una forma visible, exactamente como si se tratase de una nube espesa de humo, que se situaba sobre las superficies de las puertas y mamparas y se congelaba inmediatamente, de manera que sobre las últimas se formaba una espesa capa de hielo, la cual era necesario rascar frecuentemente, pero nunca, por lo que a mi respecta, presencié la conversión del vapor en nieve durante su caída."
Parry también experimentó otro efecto curioso, el terror de los fotógrafos diría yo, que personalmente experimenté en Finlandia hace dos inviernos con mi cámara Reflex al pasar de un ambiente a temperaturas de 20 ºC bajo cero al interior de un pequeño refugio con diez personas a una temperatura que superaba sobradamente los 20 ºC:
"Otro efecto, relativo al uso de instrumentos, comenzó a manifestarse por esta época. Cada vez que un instrumento, que había estado expuesto durante algún tiempo a la atmósfera, para enfriarse a la misma temperatura, era llevado repentinamente a las cabinas, el vapor se condensaba instantáneamente a su alrededor, dándole al instrumento la apariencia de estar humeando, y las gafas se cubrían casi instantáneamente con una fina capa de hielo cuya eliminación requería gran precaución para evitar el riesgo de dañarlas, hasta que se descongelaron gradualmente a medida que adquirían la temperatura de la cabina. Cuando se colocaba una vela en cierta posición entre el instrumento con respecto al observador, se apreciaba una cantidad de diminutas espículas de nieve brillar alrededor del instrumento, a una distancia de dos o tres pulgadas del mismo, ocasionadas por la atmósfera fría generada por la baja temperatura del instrumento que hacía que el vapor que flotaba en su vecindad inmediata, se congelara casi instantáneamente de esa forma."
Lo cierto es que las lecciones aprendidas durante aquel viaje fueron muy útiles para posteriores expediciones que perfeccionaron las técnicas aplicadas. Lo aprendido se puso en práctica, entre otras cosas porque además, muchos de los participantes en aquella primera expedición de Parry como comandante, lo hicieron también en sus tres subsiguientes viajes. Se desarrollaron por ejemplo nuevas maneras para erradicar la condensación que provocaba aquellas molestas lluvias bajo cubierta,. Sistemas que desecaban la humedad del aire haciéndolo pasar cajas metálicas ubicadas en cubierta donde estaban sometidas a las atroces temperaturas exteriores.
El viaje no estuvo tampoco desprovisto de situaciones comprometidas. El capítulo que narra el desasosiego experimentado por el comandante durante los tres días que una partida de caza tuvo que precisar para encontrar su camino de regreso a los barcos, reafirma el hecho de que aquellos exploradores no eran más que forasteros, extraterrestres, en un planeta hostil donde no eran bien recibidos. Sin embargo, independientemente de las congelaciones y accidentes que pudieran sufrir derivados de hechos como el anteriormente descrito, el mayor enemigo con el que tenían que lidiar además del obvio de quedar atrapados irremisiblemente en el hielo en latitudes tan lejanas de cualquier fuente de ayuda próxima, era el escorbuto. Parry luchó exitósamente contra éste archienemigo, plantando semillas de mostaza y recolectando plantas en las orillas de la isla donde se encontraban invernando.
La fauna local que les acompañó durante el verano, y que podría haber contribuido a combatir el escorbuto, se desvaneció como por arte de magia en invierno. Aquí y allá los barcos eran visitados frecuentemente por animales de todo tipo como lobos, osos, zorros, etc., hasta que cayó el telón del invierno ártico, haciéndoles desaparecer durante meses. Pero aquel mismo invierno dio paso a un prodigio de la naturaleza que muchos, o quizás todos, no habían tenido la ocasión de contemplar hasta el momento. Las descripciones de las auroras y los halos ponen un poco de color a la narración de Parry de vez en cuando y le dan al texto una hermosa sensación de grotesca realidad, especialmente si uno es capaz de visualizar e imaginarse a aquellos duros marineros de la época de otro siglo mirando al cielo con la boca abierta hipnotizados por el brillante espectáculo de danza multicolor del que estaban siendo testigos.
Es sorprendente que el viaje no fuese más accidentado si uno tiene en cuenta cuán inadecuados eran los medios que usaban para viajar por tierra. Parry describe en su narración como un grupo de doce hombres, liderados por él mismo, se echaron sus mochilas a la espalda y abandonaron el barco el primero de junio de 1820 para embarcarse en un viaje de reconocimiento por tierra. Cruzaron la isla Melville en dirección norte hasta llegar a la punta Nias arrastrando una especie de carro equipado con ruedas. Una escena interesante que sin duda disfrutaron todas las liebres y zorros árticos que se cruzaron en su camino. No se le escaparía a nadie, ni tan siquiera a la fauna local, que sin duda una carreta no era el medio de transporte más adecuado para transportar las provisiones y resto de equipo, tienda, hornillo, etc. por un terreno que cuando no estaba completamente cubierto de nieve, lo estaba de molestas y angulosas piedras o de barro.
El carro, como no era de extrañar, se rompió durante uno de las últimas etapas del viaje y tuvo que ser abandonado allí mismo, ruedas incluidas. Es posible que algunas de sus piezas todavía estén en la isla Melville esperando ser encontradas, quién sabe. Los hombres, intrépidos pero inexpertos, dormían además en una tosca tienda improvisada hecha con mantas.
Durante todo el tiempo que duró la expedición solo se produjo una víctima mortal, la del pobre William Scott, que murió víctima de una combinación de factores durante el invierno. Su cuerpo fue diseccionado y sus entrañas analizadas cuidadosamente por el cirujano de a bordo. En uno de los anexos del libro se incluye una descripción vívida de la autopsia realizada titulado "Comentarios sobre el estado de salud y enfermedad en el, Hecla y Griper". La conclusión es que William Scott arrastraba algún tipo de enfermedad ya desde Inglaterra, enfermedad que seguramente empeoró debido a las rígidas condiciones que tuvieron que soportar y que finalmente le produjo la muerte. William fue enterrado en tierra, y su cadáver, como el de otros muchos que sufrieron un destino similar en otras expediciones, probablemente siga descansando incorrupto abrazado por el helado aliento del permafrost que habita bajo tierra en esas latitudes.
El viaje tampoco estuvo exento de disfrutar de un cierto carácter antropológico. A pesar de que durante toda su estancia en Winter Harbour, los expedicionarios no fueron visitados ni una sola vez por los Inuit, ya que los barcos se encontraban a una latitud demasiado alta muy alejada de las áreas frecuentadas por éstos, tuvieron la fortuna de toparse con las comunidades que habitaban las proximidades del río Clyde, casi cuando la expedición tocaba a su fin y ya se dirigían a Inglaterra.
Parry, describe en su libro con interés y detalle su estancia entre los nativos. Aquel evento trajo a Gran Bretaña información reciente acerca de como vivían allí los habitantes de esas regiones frías y, también, algunos artículos Inuit, incluido un Kayak, que si el tiempo no los ha hecho desaparecer, deberían de encontrarse en algún museo de Inglaterra.
Parry no logró atravesar el pasaje en aquel viaje, aunque llegó más lejos que muchos de los que le siguieron y ostentó el record de latitud oeste alcanzado durante un buen puñado de años. Puede que la impenetrable masa de hielo de varios años de formación al oeste del cabo Dundas en la isla de Melville le detuviera y le impidiera que lograra completar la travesía del Paso del Noroeste, pero sin duda no le impidió traer consigo a casa una experiencia inestimable que facilitaría la vida de los futuros participantes en las expediciones polares que le siguieron. Aquella trampa helada tampoco evitó que pudiera regresar sano y salvo a su hogar para poder enfrentarse, cual infinita banquisa polar en continuo movimiento, a los cientos de traicioneras páginas en blanco que hubo de rellenar para poder hacer llegar al resto de la humanidad, los pormenores de su expedición. No todos los que le habían precedido en aquellas lides y algunos de los que le siguieron pudieron jactarse de esta victoria.
Si algo, sin embargo, se le puede recriminar a Parry, es no haber llegado a aprender la más esencial de todas las lecciones que podrían haber ayudado a salvar muchas vidas en el futuro, el haber estudiado aquellas prácticas de los nativos que le hubieran permitido sobrevivir en aquella tierra hostil. Algo que tampoco hicieron muchas de las expediciones que lo siguieron durante los años posteriores y que sin embargo tuvieron mucho más tiempo y oportunidades para hacerlo, ya que algunas tuvieron la suerte de poder convivir con los Inuit durante inviernos enteros.
Pero volviendo al libro, que es lo que nos ocupa, la conclusión es que, teniendo en cuenta que no nos enfrentamos a una novela de aventuras sino a un relato de una expedición real escrita por su propio comandante, el relato que narra la primera expedición de Parry en pos del descubrimiento del pasaje del Noroeste entre los años 1819 y 1820, es una joya de la literatura polar que sin duda merece la pena ser leída.
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